Sin llegar a lamentarnos un taxi apareció y en lo que tardamos en cambiar los equipajes y acomodarnos ya estábamos continuando el viaje, «hakuna matata my friends, all is under control!» fueron las últimas palabras de nuestro chófer para despedirnos, ah! y repitió hasta 4 veces que ya no lo volvíamos a ver como mensaje subliminal encubierto para que nos portáramos con la propina…

Al rato estaba comprobando en mis carnes de nuevo otra de las imágenes que tantas veces había visto por televisión: fue poner un pie en el orfanato y los 37 niños corrían hacia nosotros para saludarnos y rodearnos buscando nuestro cariño; yo no sabía cómo reaccionar, mi ignorancia me decía que tuviera cuidado si los tocaba y mi amor infantil me lanzaba a abrazarlos y achucharlos como si de mis sobrinos se tratara. Y ganó el amor, apenas pude dejar la mochila y ya estábamos correteando juntos y descubriendo dónde comían, estudiaban, dormían y jugaban, y como era la hora de jugar jugamos el partido más desordenado estratégicamente y con el peor balón y en el peor campo que he visto nunca, y 16 años arbitrando fútbol dan para muchos… Estaba alucinando viendo a los renacuajos corriendo descalzos y golpeando a la pelota con unas ganas como si fuera lo último que pudieran hacer en sus vidas, y allí no pasaba nada, nada de lesiones y lamentos me refiero, porque los gritos, las risas y el goce de todos fue algo entrañablemente indescriptible.


  

Las instalaciones están a medio hacer, no hay baños ni agua corriente al uso, duermen todos bajo techo en literas en una misma habitación. Los pequeños reciben aquí clase y los grandes andan todos los días dos horas para llegar a su colegio. Comen siempre avena y frijoles, el arroz incluso es muy caro, viven de las aportaciones de los voluntarios foráneos porque aquí también hay voluntarios nativos sin recibir ninguna contraprestación económica por ello, ni la cocinera, ni los albañiles, ni los agricultores, ni el vigilante, ni la profesora, ni el animador,… nadie.


Afortunadamente hacen un equipo tremendo y ni siquiera valoran que no reciben nada económicamente, no tienen la posibilidad de hacerlo, la vida aquí les trata así y no tienen tiempo de lamentarse, o sí, tiempo quizá tengan porque poco más pueden hacer pero no derecho… Aquí no entienden de derechos, pero tampoco de obligaciones, es su vida y les trata así, ni bien ni mal, no tienen la oportunidad de plantearse cambiar de camiseta o de pantalones por muy rotos o sucios que estén, ni siquiera de andar con dos sandalias, si tienen una ya es suficiente.

Son 37 historias que a nadie le importan, es lo de menos que su padre sea drogadicto o ladrón, o su madre tenga sida porque haya sido violada o directamente esté desaparecida quién sabe si secuestrada, ellos no los conocen y no saben el motivo, están en esta vida y no saben cómo ni porqué. No pueden ir al médico, si se hacen una brecha cicatrizará sola, quizá el polvo que tienen en la cara le ayude a hacerlo, y nadie se queja. Cuando pregunto por ello y ven que me sorprendo a la vez se sorprenden por sorprenderme, ¿cómo van a ir al médico con lo caro que es?

A las 9 pm nos encamamos, asumo que estoy tremendamente cansado, mis ansias de safari se han colmado con creces y de momento reconozco que prefiero mi sofá y cojín babado, aunque mi tv es vieja los puedo disfrutar desde mucho más cerca. Las comodidades de la cama no son escasas, directamente no existen, para facilitar mi descanso la infraestructura de la mosquitera no se acopla a la misma y me enreda como un gusano de seda, pero las voces y gritos infantiles actúan como una nana y me quedo dormido sin tiempo a dar las gracias…

Me despierto casi a las 7 am y los niños ya llevan danzando dos horas. Cuando todas las piezas están por encajar para qué tocar nada: en el orfanato está Catina, una voluntaria de Mallorca, le gusta correr, así que nos enfundamos las zapatillas y vuelvo a trotar tras la carrera de Amsterdam, en estos 12 días no es que haya estado precisamente parado pero echaba de menos correr y estos 40 minutos completan mi felicidad. Catina ha pedido un año de excedencia en su trabajo y se ha venido aquí, tiene a su pueblo, Manacor, revolucionado: hace colectas y rifas con la intención de recaudar fondos para mejorar las instalaciones y ya han conseguido comprar una vaca y mucho material de cocina y de obra para avanzar poco a poco.

Me tiro cuatro cubos de agua fría por encima a modo de ducha y salgo con la ropa sucia en busca de dos calderos para hacer la colada, dos niños se me acercan lentamente y con el blanco profundo de sus ojos me piden permiso para ayudarme, echan agua, jabón y empiezan a frotar mis calzoncillos y camisetas poniendo todo su empeño, enseguida se arremolinan otros 12 y se tienen que turnar para lavar toda mi ropa. Inicialmente me bloqueo, no me gusta sentirme servido y mucho menos por criaturas, pero comprendo que esto es algo que les saca de sus rutinas y lo ven como un juego, están disfrutando y gozando, así que voy a por mi teléfono y yo les correspondo con fotos y vídeos del momento que tanto les gusta. Cuando acaban me piden más, no han frotado suficiente.


Completamos la mañana en el mercado haciendo compra de utensilios de cocina y de arroz y carne para premiar a los estómagos de los niños en la cena, un voluntario ha hecho una donación y quiere que sea para una comida especial. Durante la tarde Fausto, el voluntario italiano, ingenia una actividad lúdica para entretenerlos y luego rematamos con otro partido de fútbol. Llueve, llueve mucho, el establo para las 3 vacas y algunas cabras no está cubierto por falta de dinero, una cabra preñada muere.

Hoy nos acostamos a las 10 pm y antes de «engusanarme» y dormirme lloro, lloro porque me siento como un completo gilipollas, a pesar del momento hay algo en mi subconsciente rondándome que me tiene intranquilo, proceso y me acuerdo que es porque el palo selfie se me ha roto, con lo de «completo gilipollas» me quedo corto.

Son las 8:15 am y ahora sí que lloro de verdad, me despido de todos los niños y voluntarios y en el camino hacia el primer autobús del día voy noqueado, apenas he estado día y medio en un pequeño lugar a más de 6000 kms. de mi casa y siento que no me debo ir, hay algo en mi que me dice que vuelva, que me necesitan y los necesito, a partes iguales, no más ellos a mi, el amor que estos enanos con los que mi único lenguaje eran sonrisas y juegos me han dado ha desbordado todos mis sentimientos, y me acuerdo de Einstein, «cada individuo lleva en su interior un pequeño pero poderoso generador de amor cuya energía espera ser liberada», me alejo liberado.

Tengo 280 kilómetros y 12 horas de viaje por delante para llegar a Nairobi, esto en Europa es inconcebible, pero lejos de agobiarme subo al primer minibús con Mussa, el responsable del orfanato que quiere acompañarme en la primera fase. Vamos 19 personas y hay 11 plazas, el conductor es empleado de la empresa propietaria del vehículo y siempre paga un canon fijo por viaje a su patrón, así que cuanto más gente meta más dinero gana, si es algo evidente no se porqué me sorprendo.

Voy rodeado de masais y de militares, en una de las paradas meten una cabra gorda como un ternero en los apenas 15 centímetros que hay entre mi asiento y el portón trasero, cierran el mismo a la 5ª vez, las cuatro anteriores me han recordado a cuando intento cerrar el de mi coche y se queda pillada una cinta, goma o similar y no ajusta, aquí con la cabra pasa lo mismo, espero que no fuera alguna de sus patas y sí la cuerda con la que la pasean.


Las pituitarias europeas y africanas son muy diferentes y la mía va sufriendo: la mezcla de olores es tal que me autobendigo por poder sacar la cabeza por la ventana y coger oxígeno. Llegamos en 3 horas, Mussa me acompaña hasta la nueva estación para enlazar el otro autobús a Nairobi, nos fundimos en un abrazo fraternal y aunque habla suajili, inglés, español y francés no hace falta pronunciar una sola palabra, nos decimos todo con la mirada.

Son las 8:30 pm, noche cerrada y estoy llegando a Nairobi, reparo en que no tengo batería en el móvil, no tengo hotel y no tengo ni un sólo céntimo de dólar, chelín tanzano, ni keniata y ni siquiera de euro, en la frontera he dejado mis últimas pertenencias en pulseras y agua a un par de comerciales dada su perseverancia intentándome vender de todo a través de la ventana del autobús. Pero a mi compañero de viaje esto le da igual. El otro día intenté sacar dinero y no pude con ninguna tarjeta, malo será que ahora no pueda y malo será que no haya un hotel cerca, por muy malo que sea recuerdo que no tengo derecho a quejarme. Pero a mi compañero de viaje esto le da igual.
 

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